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Biblioteca de Cr’tica Literaria Filipina

Nœmero Primero

 

 

 

 

I. Introducci—n

Isaac Donoso JimŽnez

 

II.  JosŽ Rizal: El consejo de los dioses.

Edici—n de Isaac Donoso JimŽnez

 

 

 

JOSƒ RIZAL

 

EL CONSEJO DE LOS DIOSES

(Alegor’a)

 

Lema: ÑCon el recuerdo del

pasado entro en el porvenir

 

R

eunidos estaban un d’a los dioses y las diosas, por orden de Jœpiter, en la deliciosa cumbre del Olimpo. Brillante era la reuni—n: una luz pura y viva les inundaba, al par que la brisa, suave y fresca, meciendo sus cabellos, agitaba sus porosos vestidos, en tanto que una delicada fragancia saturaba el transparente espacio de celestiales olores.         

Jœpiter, sentado en su trono de oro y piedras preciosas y llevando en la mano el cetro de ciprŽs, ten’a ‡ sus pies al ‡guila, cuyo plumaje de acero reflejaba mil diversos colores: los rayos, sus terribles armas dorm’an silenciosamente en el suelo, porque si despertaban, eran capaces de incendiar el Olimpo. ç su derecha est‡ su esposa, la celosa Juno, altiva diosa de la refulgente diadema y el vanidoso pavo real, cuyo vistoso plumaje desafiaba al sol mismo: a su izquierda se sentaba la sabia Palas, hija y consejera, adornada de su casco y terrible Žgida, ci–endo el verde olivo y sosteniendo gallardamente su pesada lanza. Formando severo contraste estaba Saturno acurrucado, y mirando desde lejos tan hermoso grupo. En gracioso desorden hall‡banse la hermosa Venus, recostada en un lecho de rosas, coronada de oloroso mirto, y acariciando al Amor; el divino Apolo, que pulsaba blandamente su lira de oro y n‡car, regalo de las Nereidas, y jugando con las nueve hermanas, mientras que Marte, Belona, el esforzado Alcides y alegre Momo cerraban aquel c’rculo escogido.

Lleg— Mercurio, y quit‡ndose de la cabeza el gorro frigio, as’ le habl— a Jœpiter:

  ÑHe cumplido ya tus mandatos, soberano padre; Neptuno y su corte no pueden venir, pues temen perder el imperio de los mares, ‡ causa del actual arrojo de los hombres; Vulcano aœn no ha terminado los rayos que le encargaste para armar al Olimpo y los est‡ concluyendo; en cuanto ‡ Pluton ...

 ÑÁBasta!, interrumpi— Jœpiter; tampoco los necesito. Hebe, y tœ, Gan’medes, repartid el nŽctar para que beban los inmortales.

Mientras aquellos llenaban su cometido llegaron Baco y Sileno, Žste ‡ piŽ y aquŽl montado en una burra con el tirso en la mano y verdes p‡mpanos en las sienes, cantando:

    ÇEl que vivir desea

y divertirse,

abandone ‡ Minerva:

mis vi–as cuide...È

 

  ÑÁSilencio!, grit— la diosa de la Sabidur’a; Àno ves que el poderoso Jœpiter ha de hablar?

  ÑÀY quŽ?, contest— Isle–o; Àse ha enfadado el vencedor de los Titanes? Los dioses toman el nŽctar: por consiguiente, puede cualquiera expresar su alegr’a de la manera como le plazca; pero ya veo que mi disc’pulo te ha ofendido y tomas por pretexto ...

  ÑDefiŽndele, Sileno, grit— Momo con voz socarrona, por que no digan que tus disc’pulos son unos impertinentes.

Minerva iba a replicar; pero Jœpiter la contuvo con un gesto.

Entonces manifest— Minerva su desprecio con una sonrisa tan desde–osa que alter— la delicada severidad de sus hermosos labios.

DespuŽs de tomar los dioses todos de la inmortal bebida, Jœpiter comenz— ‡ hablar de esta manera:

  ÑHubo un tiempo, excelsos dioses, en que los soberbios hijos de la tierra pretendieron escalar el Olimpo y arrebatarme el imperio, acumulando montes sobre montes, y lo hubieran conseguido, sin duda alguna, si vuestros brazos y mis terribles rayos no los hubieran precipitado al T‡rtaro, sepultando ‡ los otros en las entra–as de la ardiente Etna. Tan fausto acontecimiento deseo celebrar con la pompa de los inmortales, hoy que la Tierra, siguiendo su eterna carrera, ha vuelto ‡ ocupar el mismo punto en su —rbita, donde giraba entonces. As’, que yo, el Soberano de los dioses, quiero que comience la fiesta con un certamen literario. Tengo una soberbia trompa guerrera, una lira y una corona de laurel esmeradamente fabricadas: la trompa es de un metal, que solo Vulcano conoce, m‡s precioso que el oro y la plata; la lira, como la de Apolo, es de oro y n‡car, labrada tambiŽn por el mismo Vulcano, pero sus cuerdas, obra de las Musas, no conocen rivales, y la corona, tejida por las Gracias, del mejor laurel que crece en mis jardines inmortales, brilla m‡s que todas las de los reyes de la Tierra. Las tres valen igualmente, y el que haya cultivado mejor las letras y las virtudes, ese ser‡ el due–o de tan magn’ficas alhajas. Presentadme, pues, vosotros el mortal que juzguŽis digno de merecerlas.

Call— Jœpiter, y Juno, levant‡ndose orgullosa, tom— arrogantemente la palabra diciendo:

  ÑJœpiter, perm’teme que hable la primera, como tu esposa y madre de los dioses m‡s poderosos. Ninguno mejor que yo podr‡ presentarte el mortal m‡s perfecto que el divino Homero. Y ‡ la verdad, ÀquiŽn osar‡ disputarle la supremac’a, as’ como ninguna obra puede competir con su Iliada, valiente y atrevida, y su reflexiva y prudente Odisea? ÀQuiŽn, como Žl, ha cantado tu grandeza y la de los dem‡s dioses, tan magn’ficamente como si nos hubiera sorprendido en el Olimpo mismo y asistido ‡ nuestras asambleas? ÀQuiŽn contribuy— m‡s ‡ que el odoro incienso de la Arabia se quemase abundantemente ante nuestras im‡genes y se nos ofreciesen pingŸes hecatombes, cuyo sabroso humo, subiendo en caprichosos espirales, nos era tan grato que aplacaba nuestras iras? ÀQuiŽn, como Žl, refiri— las batallas m‡s sublimes en m‡s hermosos versos? ƒl cant— ‡ la divinidad, al saber, ‡ la virtud, el valor, al hero’smo y ‡ la desgracia, recorriendo todos los tonos de su lira. Sea Žl el premiado; pues creo, como cree el Olimpo entero, que ninguno se ha hecho m‡s acreedor ‡ nuestras simpat’as.

  ÑPerdona, hermana y esposa del grandioso Jove, contest— Venus, si no soy de tu respetable opini—n. Y tœ, Jœpiter, visible tan s—lo para los inmortales, sŽ propicio ‡ mis sœplicas. RuŽgote no permitas que al cantor de mi hijo Eneas le venza Homero. AcuŽrdate de la lira de Virgilio, que cant— nuestras glorias y modul— las quejas del amor desgraciado; sus dulc’simos y melanc—licos versos conmueven el alma: Žl alab— la piedad, encarnada en el hijo de Anchises: sus combates no son menos bellos que los que se efectuaron ‡ los pies de los muros troyanos; Eneas es m‡s grande y piadoso que el iracundo Aquiles: en fin, en mi sentir, Virgilio es muy superior al poeta de Ch’o. ÀNo es verdad que Žl llena todas las cualidades que tu sagrada mente ha concebido?

Dijo, y se acomod— graciosamente en su lecho, cual la graciosa Ondina que, medio reclinada en blanca espuma de las azules olas, forma la joya m‡s preciosa de un hermoso y poŽtico lago.

 ÑÁC—mo!, replic— airada Juno; Ác—mo el poeta romano ha de ser preferido al griego! ÀVirgilio, imitador tan s—lo, ha de ser mejor que Homero? ÀDe cu‡ndo ac‡ la copia ha sido mejor que el original? ÁAh, hermosa Venus! (En tono desde–oso). Veo que est‡s equivocada, y no lo extra–o; porque no trat‡ndose de amores no est‡s en tu juicio; adem‡s, el coraz—n y las pasiones jam‡s supieron discurrir. Deja el asunto; te lo suplico por tus innumerables queridos ...

 ÑÁOh, bell’sima Juno, tan celosa como vengativa!, interrumpi— ruborizada Venus; ‡ pesar de tu buena memoria, que siempre se acuerda de la manzana de oro que injustamente fuŽ negada ‡ tu renombrada y nunca bien ponderada hermosura, miro con disgusto que te olvides de lo groseras que nos ha hecho tu favorito Homero. Empero, si por tu parte le encuentras razonable y ver’dico, sea esto en buen hora, y te felicito por ello; pero por lo que ‡ mi me toca, los dioses del Olimpo digan ...

 ÑÁSi!, interrumpi— Momo; que digan que tœ alabas ‡ Virgilio, porque Žl se ha portado bien contigo; que Juno defiende ‡ Homero, pues Žl es el cantor de las venganzas; que os hacŽis mutuas caricias y atentos cumplidos. Pero, tœ, Jœpiter, Àpor quŽ no intervienes en las disputas y te est‡s all’, como el ignorante, que oye embobado las trilog’as en las fiestas ol’mpicas?

 ÑÁEsposo!, grit— Juno, Àpor quŽ permites que nos insulte as’ este monstruo deforme y feo? ƒchale del Olimpo, pues su aliento infesta. Adem‡s ...

 ÑÁGloria ‡ Juno, que nunca insulta, pues s—lo me llama feo y deforme! cant— Momo.

Los dioses no pudieron contener la risa; Juno palideci—, su frente se arrug—, y lanzando una fulminante mirada, exclam—:

 ÑÁCalle el dios de la burla! ÁPor la laguna Stygia!... Pero dejemos eso, y hable Minerva, cuya opini—n ha sido siempre la m’a desde lejanos tiempos.

 ÑÁS’!, dijo Momo; otra como tœ ilustres mequetrefes, que os hall‡is all‡ donde no debŽis estar.

Minerva aparent— no oirle, sino que, levantando su casco, descubri— su severa y tersa frente, mansi—n de la inteligencia, y con voz argentina y clara exclam—:

  ÑTe ruego me oigas, poderoso hijo de Saturno, que conmueves el Olimpo al fruncir tu ce–o terrible, y vosotros, prudentes y venerandos dioses que presid’s y gobern‡is ‡ los hombres, no tomŽis ‡ mal mis palabras, siempre sometidas ‡ la voluntad del donante. Si por acaso mis razones carecen ‡ vuestros ojos de peso, dign‡os rebatirlas y pesarlas en la balanza de la justicia. Hay en la antigua Hesperia, m‡s all‡ de los Pirineos, un hombre cuya fama ha atravesado ya el espacio que separa al mundo de los mortales del Olimpo, ligera cual r‡pida centella. De ignorado y oscuro que era, pas— ‡ ser juguete de la envidia y ruines pasiones, abrumado por la desgracia, triste destino de los grandes genios. No parece otra cosa sino que el mundo, extrayendo del T‡rtaro todos los padecimientos y torturas, los ha acumulado sobre su infeliz persona. Mas ‡ pesar de tantos sufrimientos Ž injusticias no ha querido devolver ‡ sus semejantes todo el dolor que de ellos recibiera, sino por piadoso y demasiado grande para vengarse, trat— de corregirles y educarles, dando ‡ luz su obra inmortal, el Don Quijote. Hablo, pues, de Cervantes, de ese hijo de la Espa–a, que m‡s tarde ser‡ su orgullo, y que ahora perece en la m‡s espantosa miseria. El Quijote, su parto grandioso, es el l‡tigo que castiga la risa; es el nŽctar que encierra las virtudes de la amarga medicina; es la mano halagŸe–a que gu’a enŽrgica ‡ las pasiones humanas. Si me pregunt‡is por los obst‡culos que super—, serv’os escucharme un momento, y lo sabrŽis. Hall‡base el mundo invadido por una especie de locura, tanto m‡s triste y frenŽtica cuanto m‡s extendida estaba por las imbŽciles plumas de imaginaciones calenturientas, cund’a por todas partes el mal gusto y gast‡base inœtilmente en lecturas perniciosas, cuando hŽ aqu’ que aparece esa luz brillante que disipa las tinieblas de la inteligencia; y cual suelen las t’midas aves huir al divisar al cazador — al oir el silbido de la flecha, as’ desaparecieron los errores, el mal gusto y las absurdas creencias, sepult‡ndose en la noche del olvido. Y si bien es verdad que el cantor de Ili—n, en sus sonoros versos, abri— el primero el templo de las musas, y celebr— el hero’smo de los hombres y la sabidur’a de los inmortales; que el cisne de Mantua ensalz— la piedad del que libr— ‡ los dioses del incendio de su patria y renunci— ‡ las delicias de Venus, por seguir tu voluntad; tœ, el m‡s grande de los dioses todos, y que los m‡s delicados sentimientos brotaron de su lira, y su melanc—lico estro transporta ‡ la mente ‡ otras regiones; tambiŽn no es menos cierto que ni uno ni otro mejor— las costumbres de su siglo, cual hizo Cervantes. ç su aparici—n, la Verdad volvi— ‡ ocupar su asiento, anunciando una nueva Era al mundo, entonces corrompido. Si me pregunt‡is por sus bellezas, ‡ pesar de conocerlas yo, os env’o ‡ Apolo, œnico juez en este punto, y preguntadle si el autor del Quijote ha quemado incienso en sus inmortales aras.

Call— Minerva, y su l’mpida frente arrojaba resplandores. Apolo, sacudiendo su rubia cabellera, y como contestando ‡ la interpelaci—n indirecta, dijo:

  ÑCon el placer con que acojes en serena noche las quejas de Filomena, as’ ser‡n gratas para t’ mis razones, padre m’o. Las Nueve Hermanas y yo le’mos en los jardines del Parnaso ese libro de que habla la sabia Minerva. Su estilo festivo y su acento agradable suenan ‡ mis oidos cual la sonora fuente que brota en la entrada de mi gruta umbr’a. (Os ruego no me tachŽis de apasionado porque Cervantes me haya dedicado muchas de sus bellas p‡ginas.) Si en la extremada pobreza, engendradora del hambre, la miseria y las desgracias, que al infeliz de continuo acosan, un humilde hijo m’o ha sabido elevar hasta mi sus cantos y armonizar sus acentos, al ofrecerme un tributo mucho m‡s bello y precioso que mi carro reluciente Ž ind—mitos caballos; si en la hedionda mazmorra, funesto encierro para mi alma que ‡ volar aspira, su bien cortada pluma supo verter raudales de deslumbradora poes’a, mucho m‡s agradables y ricas que las linfas del dorado Pactolo, Àpor quŽ le hemos de negar la superioridad y no darle la victoria cu‡l ‡ ingenio el m‡s grande que los mundos vieron? Su Quijote es el libro predilecto de las Musas, y mientras festivo consuela ‡ tristes y melanc—licos, Ž ilustra al ignorante, es al mismo tiempo una historia, la historia m‡s fiel de las costumbres espa–olas. Opino, pues, con la sabia Palas, y me perdonen los otros dioses que de mi parecer no participan.

 ÑSi su mayor mŽrito consiste en haber soportado tantas desgracias, contest— Juno, pues en lo dem‡s ‡ ninguno aventaja, ni es que no sale vencido, dirŽ tambiŽn que Homero, ciego y miserable, implor— en un tiempo la caridad pœblica (lo que nunca ha hecho Cervantes), recorriendo pueblos y ciudades con su lira, œnica amiga, y viviendo en la m‡s completa miseria. Esto bien lo recuerdas, ingrato Apolo.

ÑÀY quŽ? ÀY Virgilio no ha sido tambiŽn pobre?, exclam— la madre de Eros, ÀNo estuvo mucho tiempo manteniŽndose con un pan solo, regalo de CŽsar? La melancol’a que se aspira en sus obras, Àno dice lo bastante cu‡nto debi— haber sufrido su coraz—n sensible y delicado? ÀHabr‡ padecido menos que el brillante Homero y el festivo Cervantes?

 ÑSin duda, contest— Minerva, todo esto es cierto; pero vosotros no debŽis ignorar que Cervantes fuŽ herido y cautivo por muchos en el inhospitalario suelo del çfrica, donde apur— hasta las heces el c‡liz de la amargura, viviendo con la continua amenaza de la muerte.

Iba ‡ inclinarse ya el sagrado fallo del ol’mpico Jœpiter ‡ las razones de Minerva y Apolo, cuando Marte, levant‡ndose del asiento, con voz atronadora e iracunda exclam—:

 ÑÁNo, por mi lanza! ÁNo! ÁJam‡s! ÁMientras una gota de sangre inmortal aliente en mis venas, Cervantes no triunfar‡. ÀC—mo permitir que el libro que echa al suelo mi gloria y ridiculiza mis haza–as se alce victorioso? Jœpiter; yo te ayudŽ en otro tiempo: atiende, pues, ahora ‡ mis razones

 

ÑÀOyes, justiciero Jove, a–adi— exaltado Juno, las razones del valeroso Marte, tan sensato como esforzado? La luz y la verdad campean en sus palabras. ÀC—mo, pues, dejaremos que el hombre, cuya gloria el tiempo respet— (y que lo diga Saturno), se vea pospuesto ‡ ese advenedizo y manco, sarcasmo de la sociedad?

ÑY si tœ, padre de los dioses y de los hombres, dudas de la fuerza de mis razonamientos, pregunta ‡ esos otros, si hay algo que se atreve a sostener los suyos con su brazo.

Y al decir esto, arrogante se adelant— al medio, desafiando ‡ todos con su mirada y blandiendo su acero, que aplastar’a con su peso al atleta m‡s fornido.

Entonces Minerva con rostro altanero y mirada reluciente, di— un paso y exclam— con voz tranquila:

  ÑTemerario Marte; que te olvidas de los campos troyanos do fuiste herido por un simple mortal: si tus razones se fundan en tu espada, las m’as no temer‡n combatirte en tu terreno. Pero para que no se me tache de imprudente, quiero demostrarte que te equivocas mucho. Cervantes sigui— tus banderas, y te sirvi— heroicamente en las aguas de Lepanto, donde su vida perdiera, si el Destino no le dedicase a un fin m‡s grande. Si tir— la espada para coger la pluma, fuŽ por la voluntad de los inmortales, y no por despreciarte, como tal vez te lo has imaginado en tu loco desvar’o.ÑY m‡s blandamente a–adi—: ÑNo seas, pues, ingrato, tœ, cuyo magn‡nimo coraz—n es inaccesible al rencor y odiosas pasiones. Puso en rid’culo la caballer’a; porque no era ya conveniente ‡ su siglo; adem‡s, no son esas las luchas que ‡ t’ te honran, sino las batallas campales; tœ lo sabes bien. Estas son mis razones, y si no te convencen, acepto tu reto.

Dijo, y cual suele caliginosa nube, cargada de rayos, acercarse ‡ otra en medio del OcŽano cuando el cielo se encapota, as’ Minerva caminaba lentamente, embrazando su formidable escudo y enristrando la lanza, mensajera terrible de la destrucci—n. Tranquila era su mirada, pero aterradora: su voz ten’a un sonido que infund’a pavor. Belona, la dela tea incendiaria y el inexorable l‡tigo, se puso al lado del iracundo Marte. Al ver esto Apolo, el hijo de Latona solt— la lira, cogi— el arco, arranc— dela dorada aljaba una flecha que reluci— cual rayo durante la tempestad, y auxiliando ‡ Minerva tendi— el arco, dispuesto ‡ disparar.

El Olimpo, pr—ximo ‡ desplomarse, se estremeci—;, la luz del d’a se obscureci—, y los dioses tiemblan. Enojado Jœpiter blandi— un rayo y grit—:

 ÑÁA vuestros asientos, Minerva, Apolo: y vosotros, Marte y Belona, no irritŽis mi c—lera celeste!

Cual suelen las carniceras y terribles fieras, encerradas en jaula de hierro, obedecer sumisas ‡ la voz del esforzado domador, as’ aquellos dioses ocuparon respectivamente sus puestos, amedrentados por la amenaza del hijo de Cibeles, quien, al ver su obediencia, m‡s blandamente a–adi—:

 ÑYo terminarŽ la contienda: la Justicia pesar‡ los libros con su recta imparcialidad, y lo que ella diga, se seguir‡ en el mundo, mientras que vosotros acatarŽis su inmutable fallo.

Entonces, la Justicia, descendiendo de su asiento, se coloc— en medio del concurso, sosteniendo su siempre imparcial balanza; mientras que Mercurio colocaba en los platillos la Eneida y al Quijote. DespuŽs de oscilar por mucho tiempo la aguja marcar‡ al fin el medio, declarando que eran iguales.

Venus se asombr—, pero call—; una sonrisa se dibuj— en los labios de Juno, pero se disip— r‡pidamente cuando vi— subir y bajar ‡ los dos platillos donde el Quijote y la Iliada estaban.

Suspensos estaban los ‡nimos: ninguno hablaba, ninguno respiraba; el alegre CŽfiro detuvo su vuelo, y sent‡ndose en una rama aguardaba tambiŽn la decisi—n del Destino. Al fin ambos platillos se detuvieron ‡ una misma altura, y all’ permanecieron fijos. Se asombraron todos los dioses.

En esto, Jœpiter, con voz solemne, pronunci— las siguientes palabras:

  ÑDioses y diosas: la Justicia los cree iguales; doblad, pues, la frente, y demos ‡ Homero la trompa, ‡ Virgilio la lira y ‡ Cervantes el lauro; mientras que la Fama publicar‡ por el mundo la sentencia del Destino, y el cantor Apolo entonar‡ un himno al nuevo astro, que desde hoy brillar‡ en el cielo de la gloria y ocupar‡ un asiento en el templo de la inmortalidad.

Apolo, pues, pulsando la lira, ‡ cuyo sonido se ilumin— el Olimpo, enton— el himno de gloria que reson— en aquellas alturas.

ÇÁSalve, oh, tœ, el m‡s grande de los hombres, hijo predilecto de las Musas, foco de intensa luz que alumbrar‡ ‡ los mundos; salve! ÁLoor ‡ tu nombre, hermosa lumbrera, en cuyo derredor girar‡n en lo futuro mil inteligencias, admiradoras de tu gloria! ÁSalve, grandiosa obra de la mano del Potente, orgullo de las Espa–as; flor la m‡s hermosa que ci–e mis sienes, yo te saludo! ÁTœ eclipsar‡s las glorias de la antigŸedad; tu nombre escrito en letras de oro en el templo de la Inmortalidad, ser‡ la desesperaci—n de los dem‡s ingenios! ÁGigante poderoso, ser‡s invencible! Colocado como soberbio monumento en medio de tu siglo, todas las miradas se encontrar‡n en t’. Tu brazo poderoso vencer‡ ‡ tus enemigos, cual voraz incendio consume la seca pajilla. ÁId, inspiradas Musas, y cogiendo del oloroso mirto, laurel bello y rosas purpurinas, tejed en honor de Cervantes inmortales coronas! Pan, y vosotros, Silenos, Faunos y alegres S‡tiros, danzad en la alfombra de los umbrosos bosques, en tanto que las Nereidas, las N‡yades, las bulliciosas Ondinas y juguetonas Ninfas, esparciendo mil aromosas flores, embellecer‡n con sus cantos la soledad de los mares, las lagunas, las cascadas y los r’os, y agitar‡n la clara superficie de las fuentes en sus variados juegos!.È

 

Manila, 13 de abril de 1880 [1].

 



         [1] Edici—n desde W. E. Retana, Aparato bibliogr‡fico de la historia general de Filipinas, Madrid, Minuesa de los R’os, 1906, vol. 3, pp. 1581-1586.

         Publicada por primera vez en Revista del Liceo Art’stico-Literario de Manila, 23 de abril de 1880, p. 41; despuŽs en El Comercio, Manila, 31 de diciembre de 1900. Cf. W. E. Retana, Vida y escritos del Dr. JosŽ Rizal, Madrid, Librer’a General de Victoriano Su‡rez, 1907, p. 459.

         Recientemente ha sido editada por la editorial Linkgua [www.linkgua.com], aunque no en su versi—n original que presentamos, sino en el arreglo teatral de Lope Bl‡s Hucapte, Manila, Imprenta y Taller de encuadernaci—n del ÒD’a FilipinoÓ, 1915.