Miguel Zaragoza, el primer poeta hispano-filipino Manuel García-Castellón, University of New Orleans Nada conocemos de este misterioso Miguel Zaragoza, cuyos versos constituyen, nos atrevemos a decir, el primer libro de poemas escrito y publicado en castellano por un filipino. Tal es Flores filipinas, que Zaragoza dedicaba a su novia en la contraportada y que veía la luz en Madrid en 1864 en la Imprenta de Minuesa (el mismo establecimiento que imprimiría años después las obras de Wenceslao Retana, P. Pastells, Antonio Chápuli, Fernando Blumentritt, Buenaventura Campa y tantos otros filipinos y filipinólogos). Podemos considerar a este Zaragoza, pues, como primer literato fil-hispano y precursor del propagandismo, la corriente literario-patriótica que más tarde desarrollarían los estudiantes malayos de Madrid y Barcelona, con Rizal como abanderado, cuando la apertura del Canal de Suez hace que se intensifiquen los viajes entre España y su colonia oriental. Miguel Zaragoza es madrugador en cuanto a la aventura española, pues está en Madrid cuando dicho Canal aún no ha sido inaugurado. Tuvo, pues, que alcanzar la península mediante uno de aquellos larguísimos viajes a través del Índico y el Atlántico. ....El libro Flores filipinas, en su juvenil frescura, da cuenta de la buena formación literaria del autor. Contiene influencias sobre todo barrocas (hipérbatos, zeugmas, alegoría, etc.), pero también neoclásicas y tardo-románticas. Los reflejos del cultismo gongorino, así como los ecos de los Lista, Espronceda y Duque de Rivas son evidentes. El joven autor se manifiesta buen maestro del metro en silvas y sonetos, con oído musical en verdad bueno. Su rezago barroco no le impide estar a tono con la sensibilidad romántica de su época, cual se ve en sus sinestesias e identificaciones con la naturaleza. Al igual que el tardo-romántico cubano José María de Heredia (+ 1839), cantor de huracanes caribeños, Zaragoza también exalta en La tempestad el tifón malayo que, desbordando el nativo Pásig, destroza cañares y solivianta carabaos. Pero Zaragoza, siempre religioso (¡buen alumno de dominicos y jesuitas, en definitiva!), sustituye con cristiano timor domini la desesperada ominosidad de Heredia. ....Según mis pesquisas, por los años en que Miguel Zaragoza publica su poemario en Madrid, allí residía también el pintor y poeta filipino de igual nombre, nacido en Ilo-Ilo en 1842 y muerto en Manila en 1923. Éste es un culto joven descendiente de ingleses, españoles y malayos que, becado por el gobierno de Madrid, cursa estudios en la Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid) y, posteriormente, en la Academia de Roma. Colijo, pues, que ambos Miguel Zaragoza son la misma persona. Digamos pues, de paso, que vuelto a Manila el pintor Zaragoza, enseñaría en la escuela Superior de Pintura, Grabado y Escultura; en el Ateneo Municipal de Manila y en el Liceo. Participaría más tarde como ilustrador en Flora de Filipinas, la célebre obra en cuatro volúmenes de Fr. Manuel Blanco (1878). De 1891 a 1895 editaba el semanario La Ilustración Filipina, donde, llevado por el mismo espíritu de exaltación nacional que movía en Madrid a los Propagandistas, daba preferencia a los logros de los artistas filipinos. Como escritor utilizó a veces el seudónimo de Mario. Fue el redactor final de la Constitución de Malolos. Carlos Quirino recuerda que una pintura suyaEl violoncelistaadorna una sala del Palacio de Malacañang. ....Insistimos: no nos parece descaminada la identificación entre ambos Zaragoza. Desde Manila, nuestro ilustre amigo y autoridad en filipiniana Guillermo Gómez Rivera, a quien comunico mi hallazgo, conviene conmigo en que es muy plausible que el autor del poemario impreso en Madrid sea también el homónimo estudiante de Bellas Artes en dicha capital. Para Gómez Rivera, los Zaragoza son una familia de orígenes laborantistas, es decir, de los primeros en demandar un digno trato por parte del Gobierno central a los asuntos filipinos, aun a riesgo de prisiones y destierros. Se explica, pues, el orgulloso título de un libro, Flores filipinas, aludiendo en sí a su propia inspiración y génesis en la remota y reivindicada patria colonial. ....Sean o no la misma persona el Zaragoza poeta y el Zaragoza pintor-escritor, nos complace haber desempolvadoa los 144 años de su publicaciónel curioso libro de Flores filipinas, hasta hoy la más antigua obra literaria filipina digna de tal nombre, de la que a continuación ofrecemos algunas muestras. En el campo ........Que no hay placer sin lágrimas, ni pena ....que no transpire en medio del placer... (Espronceda: El mendigo) Pasaba un tiempo las mañanas gratas De un bosque ameno en la espesura umbría Rico en arroyos y en cambiantes flores Y en olorosas placenteras matas. ¡Con qué pura alegría, Brindando dichas y placer y amores Miraba absorto a la divina aurora Que entre nubes doradas y de grana Bañando el suelo en su templada lumbre Se asomaba risueña Tras plácida montaña, Mil formas caprichosas Rojas haciendo en su elevada cumbre! ¡Con qué dicha infantil tambien miraba El sesgo Pásig y las sierpes de oro Que en él se deslizaban; Las gotas de zafir y perlas ciento Que en su chapuz violento Levantaban las aves Que en sus cristales límpidos fluctuaban, Juntarse oyendo los hermosos trinos Del hondo río a los murmurios graves! ¡Oh, cuánto amor y bien, cuánta alegría Entonces abrigaba el pecho mío! Y entre tanto placer pulsé mi lira Igual creyendo a su plañir el trino Del ruiseñor hermoso... ¡Ay, primer desengaño funestoso, Que a mares hiel vertió en el alma mía! Allende el bosque dirigí mi paso Y a acrecentar mis penas Volví la vista al murmurante río Que por fatal acaso Una divina flor lanzada apenas A esta vida doliente Su rápida corriente Arrastrábala ¡ay! al mar bravío. Y así, dije a la flor: ¡Ay, desdichada, Esa corriente, hoy día, Cruel te arrebata hacia tu tumba fría; Y con doliente voz en tu carrera Descanso pides en el dulce seno De la fértil ribera A gozar un instante. Mas tu destino te responde impío: ¡Adelante, adelante! Ese río es el mundo que habitamos, Y es esa flor nuestra doliente vida; El tiempo es la corriente Que hacia la eternidad así la lleva, Y en la querida mágica ribera Gozar ansiamos... ¡Ay, errado empeño! ¿Cómo anhelar la realidad de un sueño De glorias lleno y célica armonía Que en nuestra dulce juventud forjamos? ¿Do habrá un placer o celestial contento Sin que el dolor tirano Tras él se oculte, cual aspíd hambriento De hediondo lodo lleno Tras las flores hermosas y hechiceras A marchitarlas, con su vil veneno? De las pintadas aves, De los arroyos y del manso ambiente En los murmurios suaves, Sólo escuché tristura; Y del cielo, del río y de las flores A los dulces colores ¡Ay! el velo encubrió de la amargura. Hacia el pecho inclinado mi semblante Y mis ayes dolientes dando al viento, Vibró en el alma mía Del alto cielo venturoso acento A la dulce virtud afable guía. Débil mortal: la placentera gloria, La dicha eterna y venturosa calma Que anhelas en la vida transitoria, Sólo en el almo cielo Felice goza sin cesar el alma Que fue en la tierra de virtud modelo Dijo. Y volviendo las canoras aves, Los mil arroyos y la mansa brisa De amor dichoso a sus cantares suaves, Y a presentar las flores Sus mágicos colores, Y allá en el almo cielo Brillando limpio Apolo, Afable la virtud templó mi lira Por quien mi ardiente corazón delira. Y virtud escucho en su eco sólo. La tempestad En fiera lucha de la noche el genio, Con el sol en su lánguido desmayo, En el término lejano de occidente Que al parecer levanta llamarada Cual ciudad incendiada, En el piélago inmenso Hunde su hermosa y abrasada frente, Entona un canto funeral y grave Del rico en fuentes y flexibles cañas Y gratas espadañas Cercano bosque umbrío, en medio un ave. Y las divinas flores Hacia el suelo se inclinan tristemente Sin vida, sin aromas y primores. Las altas cañas crujen El viento al agitarlas. Corpulentos Serios carabaos mugen Allá en lagunas fétidas tendidos, Y son esos tristísimos acentos Por cóncavas cavernas repetidos. Triunfante el genio de la noche tiende Al fin su velo en el espacio extenso; Y cual el humo denso De aquel al parecer horrible incendio (De donde se desprende A veces refulgente chispa roja), Veloz vagando en el espacio arroja Tambien a cada instante Una sierpe de fuego deslumbrante. ¿Tal vez será de Satanás tirano El ancho carro y de maldades lleno? ¿Sierpes de fuego arroja Su poderosa mano? ¿Será su voz el pavoroso trueno, Y con su turba vil de esclavos fieros. Bramando con furor aliento exhalan, Las galas empañar del mundo ansiando Que al pecho del mortal dichas regalan? ¿Pues qué es, si no, su poderoso aliento, Que árboles mil troncha y arrebata Del pobre pastor la cabaña grata, El proceloso viento? ¡La mar! ¡la mar! Fuerza mayor ansiando Para anegar a la ciudad entera Aléjase ligera, Y con bramidos de furor que espantan, Cual sierpe hollada que pavor infunde Rápida vuelve, mas en la ribera Sus ondas se quebrantan. Cual derrumbado bramador torrente Arrastra, rompe, destroza o hunde. Como a su triste presa el leon rugiente, Cuanto encuentra en su veloz huida, El Pásig, en su bárbara avenida Hermosos pueblos sin igual floridos Furioso anega, y presuroso arrastra La siembra harto cuidada y abundosa Del pobre labrador y hasta su choza, Y de los pájaros los blandos nidos. La negra y fiera tempestad sonora De anegadas chozas los blandos techos Y plantas ciento de la selva inculta, Ora al cielo los sube o hunde ora, Ora a una sima horrenda los sepulta; Cuál se levantan a merced del viento Las olas del océano embravecidas Que espantosas retumban, Y cuál del cielo tenebroso luego Baja el tronante aculebrado fuego, Del mar en el profundo se derrumban. ¿Adónde vais, oh desdichada gente? Doquiera muestra su terrible saña La tempestad rugiente Y la muerte espantosa su guadaña. Las madres a sus niños abrazando Miedosas lloran cual sus niños lloran, Y todos, todos de pavor temblando Al Hacedor misericordia imploran. En la ribera del Pásig Cuando en el lejano oriente Tras indecisa montaña, La bella aurora se asoma Entre nubes de oro y nácar, Gaya hermosura celebran Las avecillas pintadas Con cantares que se juntan A los rumores del aura, A quien, frescas y pulidas Las mil flores embalsaman. En tu margen, hondo río, Hermosa, florida y gaya, Vago, y del bien que escapara Siempre la imagen desgarra Mi corazón, y mil lágrimas De mis ojos cruel arranca. Al escuchar de las aves Esos cantos, la voz grata De la mujer que en un tiempo Amaba, vibra en mi alma. Y de tu margen, ¡oh río! Los pedregales y plantas Beso entonces delirante, Pues tocaron de mi amada Las hermosas, suaves manos, Y tan blancas como el nácar, Suaves manos de una diosa... De algún ángel o de un hada. ¡Oh, que era bella! ¿Qué vale Esa aurora nacarada, Que con dulces besos abre De las flores delicadas El cáliz, y que refleja En tus murmurantes aguas? ¡Cuán bella era! De las flores La hermosura y la fragancia, A su beldad y a su aliento Eran ¡ay cielos! nonada. Mas ¡qué horrenda, qué cruel pena! ¡Qué angustia marchita mi alma! Que en el cielo la contemplo, Entre las nubes más altas; Luego de allí desparece; Ora entre las sombras vaga De los árboles gigantes; Ora allá en la lontananza; O ya al tender sobre ti, Hondo Pásig, mi mirada, Estático la contemplo Al fluctuar en tus aguas; Y con los brazos abiertos Para súbito abrazarla. A ella me lanzo, ¡más, ay, Que es ilusión, sueño, nada! Es cual la dicha del mundo, Que al querer aprisionarla En su corazón el hombre, Se desliza como el aura. ¡Oh, aquí con voz divina Su dichoso amor cantara, En dulcísimo abandono Entre mis brazos, mi amada! ¡Mas ay, era aquella virgen Una rosa delicada, Que a lucir sólo en el cielo Su beldad debía y gracia! Y así al cielo Dios llevóla, Y su excelso trono esmalta. ^arriba^ |
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